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jueves, 4 de abril de 2019

TAMBORES LEJANOS

(Distant Drums, 1951)

Dirección: Raoul Walsh
Guion: Niven Busch, Martin Rackin

Reparto:
- Gary Cooper: Capitán Quincy Wyatt
- Mari Aldon: Judy Becket
- Richard Webb: Teniente Richard Tuft
- Ray Teal: Soldado Mohair
- Arthur Hunnicot: Monk
- Robert Barrat: General Zachary Tailor

Música: Max Steiner
Productora: Warner Brothers

Por Jesús Cendón. NOTA: 7

“No se puede guardar rencor toda la vida” el capitán Quincy Wyatt a Judy explicándole los motivos de su conducta frente a los asesinos de su esposa.


Hay películas a las que guardas un especial cariño por haberte mostrado de niño toda la magia del cine. Filmes vistos por primera vez, generalmente, las tardes de los sábados en las que permanecías pegado al vetusto televisor en blanco y negro, casi sin parpadear e intentando no perder detalle alguno, mientras te trasportabas a lejanos parajes para disfrutar de exóticas aventuras de la mano de apuestos protagonistas cuya gallardía y peripecias, a continuación, intentabas emular en tus juegos. A medida que crecías te interesabas por otros aspectos más racionales de estas cintas, como por ejemplo en ahondar en su contenido buscando los mensajes más profundos o en conocer la identidad del director que te había regalado momentos tan inolvidables para poder gozar de más películas filmadas por él, al mismo tiempo que intentabas establecer las semejanzas estilísticas y temáticas existentes en sus trabajos; pero siempre que las vuelves a ver mantienen algo especial que, mientras las contemplas, te devuelven al territorio perdido de la infancia. “Tambores lejanos” para mí pertenece a este grupo de cintas y el sábado volví a disfrutar, como un crío, de una película de aventuras clásica, de un filme como se suele decir “de los de antes” protagonizado por un actor dotado de una personalidad descomunal y dirigido por un cineasta con un estilo y una concepción del cine irrepetibles.



ARGUMENTO: Tras destruir Fuerte Infanta, una antigua fortaleza española, para cortar el suministro de armas a los indios seminolas, los hombres del capitán Quincy Wyatt y algunos presos liberados, ante la imposibilidad de ser recogidos por la embarcación que les debía haber transportado de vuelta, inician una penosa marcha de más de 150 millas por los peligrosos pantanos de Florida perseguidos implacablemente por un grupo numeroso de indios.



“Tambores lejanos” fue producida por Milton Sperling, yerno de Harry Warner, y Niven Busch a través de una pequeña compañía independiente, la United States Pictures, que aprovechaba los recursos (medios técnicos, personal, platós, cadena de distribución, etcétera) de la Warner Brothers (1). El magnate encomendó la dirección a Raoul Walsh, un hombre de máxima confianza de la Warner, con el que ya había colaborado en “Perseguido”, película ya reseñada en este blog, y en el extraordinario noir “Sin conciencia”, filme al frente del cual, y ante la insistencia de Humphrey Bogart, se puso el director neoyorkino por enfermedad casi al inicio del rodaje del realizador inicialmente previsto, Bretaigne Windust.



Además en la elección de Raoul Walsh pesó el hecho de que el libreto escrito por dos guionistas de prestigio como Niven Busch, autor también del de “Perseguido”, y Martin Rackin, que firmó asimismo “Sin conciencia”, presentaba un mismo esquema argumental, incluso repetía algunas situaciones, de “Objetivo Birmania”, una de las mejores cintas bélicas rodadas sobre el conflicto mundial que constituyó un gran éxito tanto para Raoul Walsh como para la Warner; por lo que “Tambores lejanos” se puede entender como un remake en clave de wéstern y en color del filme protagonizado por Errol Flynn.



Con un inicio en el que destaca la voz en off del teniente Tuft y remite a “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, Walsh nos ofrece un filme frenético que apenas da respiro al espectador y cuenta con una estructura curiosa puesto que la misión encomendada al capitán Quincy en vez de constituir la parte nuclear de la película se cumple satisfactoriamente en el tramo inicial de la misma; para en la parte central asistir a la lucha por la supervivencia de un grupo de individuos en un entorno hostil perseguido por un enemigo muy superior en número. Así la naturaleza se convierte en un elemento dramático más de la película e incluso el tratamiento dado a los indios los asemeja a otro componente de ese paisaje adverso; debiendo el grupo evitar en su fatigosa marcha no sólo a las zonas pantanosas y a las bestias salvajes (3), sino también a los nativos habitantes de esas tierras. Concluyendo el filme con un tramo modélico desarrollado en la isla del protagonista.



Junto con su estructura, otro de los aspectos peculiares de la cinta es el de sus coordenadas espacio temporales al situarse la acción en un período anterior a la Guerra de Secesión, en concreto en 1840 durante la denominada Segunda Guerra Seminola (1835-1842), y en Florida; sustituyéndose los paisajes desérticos y montañosos habituales en los wésterns por los bosques y los pantanos típicos de los Everglades; además de, como consecuencia de ello, ser reemplazados los caballos como medios de trasporte por las pequeñas embarcaciones y las canoas.



Es cierto que, en su demérito, al filme se le puede achacar falta de rigor histórico, incluso un posicionamiento maniqueo y hasta racista respecto al conflicto, con unos nativos comportándose, de nuevo, tan sólo como los enemigos del hombre blanco al que quieren exterminar; pero en su defensa cabe señalar que Walsh únicamente pretendió rodar una película de aventuras y que además se pueden aprecian en la cinta una serie de detalles que matizan esta visión simplista.



En primer lugar, el recrudecimiento de la guerra se atribuye a la actividad de los traficantes de armas cuya codicia les lleva a vendérselas a los seminolas; por tanto, nos encontramos como una de las causas del conflicto con el tema del enriquecimiento a cualquier precio del hombre blanco sin valorar el daño a causar por su avaricia.

En segundo lugar se nos muestra a unos militares más preocupados por lograr la paz que por acabar con los seminolas.




Y el tercer elemento, quizás el más importante, lo constituye el protagonista, un individuo cuyo hogar se encuentra en una isla de los pantanos, convive con tribus indias, incluso tiene un hijo mestizo fruto de su matrimonio con una princesa creek, y ha sufrido la brutalidad y violencia del hombre blanco al haber sido asesinada su esposa por varios soldados blancos borrachos.



De esta forma, el capitán Quincy Wyatt entroncaría, a pesar de ser blanco, con el mito del buen salvaje, al ser un individuo libre que, voluntariamente, se ha separado de una sociedad a la que desprecia para vivir en un entorno natural idílico sin ningún tipo de jerarquía, tomando de la naturaleza tan sólo lo necesario. Todo ello queda plasmado en su escena de presentación cuando arroja el producto de la pesca a “sus” águilas (4). Es, sin duda, un personaje muy cercano a la forma de sentir del propio director, un hombre apasionado de la aventura y siempre presto a poner en cuestión los convencionalismos sociales.



Pero paradójicamente, y al igual que los mountain men en la costa Oeste, a pesar de ser un personaje amenazado por el desarrollo de la sociedad que rechaza, con su actuación acelerará la llegada del “progreso” y con él la ruptura del delicado equilibrio con la naturaleza, provocando inevitablemente el fin de su modo de vida y, en último término, su extinción.



Frente a esta visión bucólica de la existencia del protagonista Walsh contrapone por un lado a los pantanos y sus peligros, y por otro a una civilización depredadora, caracterizada por un desarrollo desequilibrado, representada en las ciudades del este, una urbes convertidas en un falso Eldorado donde impera la corrupción, la hipocresía, la falsedad y la apariencia. De hecho ante la afirmación del teniente Tuft, procedente de Boston, respecto a Judi de que no hay duda de que es una “dama con clase”, el capitán Wyatt le replicará “¿Por qué? ¿Porque tiene una criada?”



Walsh hizo recaer el peso del filme en un Gary Cooper cuya carrera atravesaba un momento delicado pero que mantenía su carisma intacto. Mientras que la cuota femenina de la película correspondió a Mari Aldon, actriz lituana con escasas apariciones en la gran pantalla y un notable parecido con Virginia Mayo, protagonista de la inevitable historia de amor en las escasas escenas en las que el director nos ofrece un pequeño respiro. Ésta interpreta a Judy Becket, una prisionera liberada tras el ataque al fuerte empeñada en esconder su origen campesino al haber quedado deslumbrada por los falsos cantos de sirena de las ciudades del este. Por su parte Richard Webb da vida al teniente de navío Richards Tufts, narrador inicial de la historia, que simboliza la importancia creciente de la marina de los EEUU en el conflicto. Y junto a ellos algunos secundarios fiables en papeles poco desarrollados como Arthur Hunnicutt dando vida a un veterano explorador, amigo y gran apoyo del protagonista, presente en las escasas secuencias cómicas de la cinta; o Ray Teal en el papel de un soldado gruñón pero de una gran lealtad.



Además el filme cuenta con una factura técnica sobresaliente, destacando, sobre todo, el trabajo de Sidney Hickox, hombre de total confianza de Raoul Walsh (2), tan sólo afeado por el constante recurso a las transparencias. El operador explotó perfectamente las posibilidades del Technicolor y de hecho la cinta se recuerda en gran parte, además de por la briosa dirección de Walsh, por sus marcados contrastes cromáticos (el color verde de la selva, el azul del agua, la inmaculada tonalidad blanca de la arena o los trajes y rostros de los seminolas pintados con tonos muy vivos).



Por lo que respecta a la banda sonora corrió a cargo del incombustible Max Steiner, compositor de más de doscientas cuarenta bandas sonoras entre películas de cine y series de televisión, un trabajo ingente reconocido por la Academia al ser nominado veinte veces al Oscar como mejor compositor y haberlo obtenido en tres ocasiones.



Por último, me gustaría llamar la atención sobre la violencia contenida en la película muy alejada de otras producciones de la época y plasmada en escenas tan descarnadas como aquella en la que vemos a los indios rematar con sus hachas a los soldados heridos o en la que contemplamos a los cocodrilos nadando alrededor de los sombreros de los militares devorados; y en planos como el del soldado atravesado por un machete y clavado en un árbol o el de Quincy acuchillando a su contrincante en la pelea mantenida con él bajo el agua, para a continuación teñirse el mar de color rojo; secuencia, por otra parte, magníficamente rodada que demuestra el dominio de Walsh adquirido tras décadas de experiencia.




Como anécdotas comentaros que fue la primera vez en el cine que se escuchó el famoso grito Wilhelm y que el rodaje fue muy complejo (Walsh tuvo incluso que contratar a nativos para que despejasen de animales salvajes los parajes en donde rodaban) y con accidentes continuos, incluido el ataque de un águila a Sid Hickox.



“Tambores lejanos”, supone un singular paseo por los Everglades a través de la mirada privilegiada de Raoul Walsh que, de la mano de hombres acostumbrados a rasurarse la barba con un cuchillo de monte, nos descubrió de niños cosas tan importantes como en qué consistían los chikis o que los indios seminolas se embadurnaban con grasa de mofeta para ahuyentar a los mosquitos, además de ser enterrados con un cuenco de comida y con sus armas preferidas; pero, sobre todo, nos enseñó a soñar.


(1) Con el inicio de la crisis de los grandes estudios a finales de la década de los cuarenta, la mayoría de las majors comprendieron que podía ser un negocio muy rentable comprar películas completas de compañías de cine independientes. Práctica en la que la United Artist, fundada en 1919 por cuatro gigantes del cine mudo: Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford y David Wark Griffith, había sido precursora al dedicarse básicamente a la distribución de filmes de pequeñas compañías o de productores independientes como Samuel Goldwyn, Walt Disney, Walter Wanger, Alexander Korda o, en los años cincuenta, la Hecht-Hill-Lancaster Productions.

(2) “Gentleman Jim”, “Río de plata”, “Juntos hasta la muerte”, “Al rojo vivo” o “Camino de la horca” son algunas de las cintas más destacadas en las que colaboraron el cineasta y el operador.

(3) La película cuenta con imágenes reales de la fauna de los pantanos, algunas de cierta crudeza para la época como la de un caimán devorando a otro más pequeño. Esta práctica, de insertar imágenes reales de la naturaleza en estado salvaje, se pondría de moda a comienzos de la década de los ochenta con la intención de impactar al espectador en una serie de filmes de explotación producidos fundamentalmente en Italia.

(4) Quincy Wyatt supone un claro antecedente del personaje de Comanche Todd interpretado por Richard Widmark en “La ley del talión” (Delmer Daves, 1956), película que cuenta con su oportuna reseña en este blog.

miércoles, 23 de mayo de 2018

EL ÁRBOL DEL AHORCADO

(The hanging tree, 1959)

Dirección: Delmer Daves
Guion: Wendell Mayes, Halsted Welles

Reparto:
- Gary Cooper: Dr. Joseph “Doc” Frail
- Maria Schell: Elizabeth Mahler
- Karl Malden: Frenchy Plante
- George C. Scott: George Grubb
- Karl Swenson: Tom Flaunce
- Virginia Gregg: Edna Flaunce
- John Dierkes: Society Red
- King Donovan: Wonder
- Ben Piazza: Rune

Música: Max Steiner
Productora: Baroda, Warner Brothers (USA)

Por Jesús Cendón. NOTA: 8

“Todo campamento tiene que tener un árbol para ahorcar. Así infunde respeto”. Un minero al comienzo de la película mientras se nos muestra al doctor Frail llegando al asentamiento y al árbol a través de un picado y un contrapicado.


Gary Cooper fue en todo momento un hombre muy celoso de su carrera cinematográfica y siempre que pudo intentó escoger sus papeles y a sus directores, por lo que no es de extrañar que al final de la misma, cuando nadie osaba discutir su estatus de estrella sobre todo tras la revitalización que supuso su interpretación del sheriff Will Kane con Oscar incluido en la ya reseñada en este blog “Solo ante el peligro”, fundará su propia productora cinematográfica bajo el nombre de Baroda con la que protagonizó sus cuatro últimos filmes. En realidad Baroda Pictures fue su segunda productora tras la efímera vida de la International Pictures creada por el actor en 1944 y con la que interpretó “Casanova Brown” (Sam Wood, 1944) y “El caballero del Oeste” (Stuart Heisler, 1945).



Para su primer proyecto como productor, y dado el grado de satisfacción alcanzado con “El hombre del Oeste”, película de Anthony Mann también con su oportuna reseña en este blog, se embarcó en un nuevo wéstern en esta ocasión basado en una novela corta, apenas cien páginas, de Dorothy M. Johnson, una de las mayores especialistas en relatos del Oeste, cuyos cuentos, entre otros “El hombre que mató a Liberty Valance” o “Un hombre llamado caballo”, suelen figurar entre las recopilaciones de las mejores narraciones sobre el Far-West. (La editorial Valdemar en su colección Frontera ha dedicado dos volúmenes a esta imprescindible autora).



Mientras que para la dirección contrató a un especialista como Delmer Daves, uno de los grandes directores del género durante la década de los cincuenta, conocedor como pocos del mismo y, a la vez, gran renovador. Daves se mostró encantado con poder volver a rodar en plena naturaleza, una de sus grandes especialidades, permitiéndole usar la grúa, en lo que era un experto, y construir el relato a través de numerosas panorámicas, otra de las grandes señas de identidad del director. Sin embargo durante el rodaje cayó enfermo y tuvo que ser sustituido en la dirección por Karl Malden.



ARGUMENTO: Joel Frail, un enigmático doctor, llega al asentamiento minero recién creado de Skull Creek en Montana con el objeto de ofrecer sus servicios a los habitantes. Pronto tendrá que ocuparse de Elizabeth Mahler, una inmigrante que, tras un asalto a la diligencia en la que viajaba, ha perdido momentáneamente la vista. Los recelos y suspicacias de una comunidad falsa, pazguata y puritana no se harán esperar.



Junto con la extraordinaria planificación de las escenas por parte de Daves, “El árbol del ahorcado” se caracteriza por la estupenda construcción de los personajes y el incremento de los elementos melodramáticos, ya presentes en wésterns de Daves como “Flecha rota” (1950), película con su oportuna reseña en este blog, o “Jubal” (1956); de tal forma que el filme que nos ocupa parece anticipar los posteriores trabajos del director bajo el sello de la Warner Brothers, una serie de melodramas al servicio de nuevas estrellas como Troy Donahue o Connie Stevens.



Así, el arco argumental fundamental del filme aborda el triángulo que se establecerá entre el oscuro doctor, su paciente femenina y un joven al que el médico tomará como criado.



Gary Cooper borda el papel del doctor en una época en la que no ocultaba la enfermedad mortal que le estaba devorando, por lo que su aspecto ajado, al igual que le ocurrió en su wéstern inmdediatamente anterior (la ya comentada “El hombre del Oeste”), otorga autenticidad y una cierta vulnerabilidad al personaje interpretado. Además estos rasgos no son los únicos que presentan en común Joseph Frail con Link Jones.



Así ambos son individuos torturados, ambiguos y cuentan con un siniestro pasado que pretenden olvidar e, igualmente, protagonizarán episodios de furia a pesar de intentar controlarlos.

Sin embargo, mientras que Link buscaba su refugio en la seguridad de un pueblo civilizado, con cuyos habitantes pretendía mimetizarse para pasar desapercibido; el doctor Frail huye hacia la última frontera, hacia aquellos territorios sin civilizar con el objeto de romper con su pasado y al mismo tiempo expiar los pecados cometidos en su purgatorio particular representado por el campamento minero; de ahí que en un momento dado afirme: “Estamos aquí quizás porque lo merezcamos”.



Hombre dual, tras curar a Elizabeth luchará entre el afecto creciente que sentirá hacia ella y su rechazo a la posibilidad de enamorarse, intentando ocultar en todo momento sus sentimientos y mostrándose prácticamente como el dueño de las vidas tanto de su paciente como de Rune (en la novela esta actitud está más acentuada al llamar al joven su esclavo). Esta dualidad también se apreciará en su trato con los habitantes del asentamiento. Así se mostrará delicado y sensible con sus pacientes (la prostituta en su lecho de muerte a la que no abandona o la niña con problemas de malnutrición a cuyos padres les cede su vaca), mientras que tratará a Rune, su sirviente, de forma despótica aprovechándose de que es el único que conoce su secreto. Incluso, en otra escena, estará a punto de matar a un hombre sólo por hacerle una insinuación sobre su pasado, lo que hará afirmar a su joven criado: “El brujo no se equivocaba, si usted no es el demonio lo lleva dentro”. Para, asimismo, en otra secuencia ajusticiar a uno de los mineros descargando su colt sobre él una vez que estaba inerme.



Maria Schell, actriz austriáca que el año anterior había protagonizado “Los hermanos Karamazov” y en 1960 sería dirigida por Anthony Mann en “Cimarrón”, da vida a Elizabeth una inmigrante centroeuropea educada, de gran determinación, independiente, decidia y con una gran fortaleza. Mujer emprendedora, se aliará con Frenchy y Rune para explotar una concesión minera, aunque, sin saberlo, contará con la protección y la tutela del doctor.



El tercer vértice lo constituye Rune interpretado por Ben Piazza, actor muy limitado y carente de carisma que fue lanzado como el nuevo Paul Newman. Un joven al que el doctor salva de ser linchado y cura su herida. Se convertirá en el gran aliado de Elizabeth y mantendrá una relación ambigua con el doctor, aunque este, con sus peculiares métodos, conseguirá alejarle del mundo de la delincuencia.



Tres vidas, por tanto, marcadas por una única meta, encontrar su segunda oportunidad. El doctor desea olvidar y comenzar una nueva vida, Elizabeth es el prototipo de la inmigrante europea en busca de la tierra de promisión y Rune, un vagabundo sin oficio ni beneficio, tendrá ante sí la posibilidad de sentar la cabeza y encontrar una “familia”.



El segundo arco argumental del filme, perfectamente ensamblado con el anterior, aborda la relación de los tres personajes principales con su entorno y, en concreto, el choque entre la modernidad, la ciencia, el conocimiento y la razón, en definitiva la evolución de la sociedad representada en la figura del doctor; y la superstición, la magia y la ignorancia, es decir la involución y el continuismo, simbolizados en George Grubb, una especie de curandero-predicador del asentamiento.



Para ello, Daves concibió, a pesar de estar rodado íntegramente en exteriores, un wéstern de atmósfera clautrofóbica presentándonos una sociedad a medio construir en la que la justicia no está regulada por las instituciones y se confunde con el deseo de venganza. Un asentamiento habitado por individuos primarios que se dejan arrastrar por sus instintos más básicos como queda reflejado en la extraordinaria escena de la fiesta salvaje y la posterior en la que, dirigidos por el curandero, los mineros canalizan todo el odio contenido hacia el doctor.



Una sociedad que rechaza al diferente, pazguata, recatada, maledicente, inculta e hipócrita presidida por un único fin, la riqueza. De hecho, el filme es una de los mejores estudios de un wéstern sobre la avaricia y la codicia humanas.

Esta comunidad está representada principalmente por tres individuos.



Frenchy, personaje que cuenta con una memorable presentación y está magníficamente interpretrado por Karl Malden. Es un ser básico, grosero, ignorante, chabacano y de modales toscos, que se revelará como un violador en potencia (la pulsión sexual, al igual que en “El hombre del Oeste”, está muy presente a lo largo de la película).



George Grubb, brillante debut de George C. Scott, es una especie de brujo capaz, según él, de curar con sus manos, que se siente incómodo con la llegada del doctor porque ello supone perder su influencia sobre la población del asentamiento minero que hasta ese momento ha manejado a su antojo. Envidia e, incluso, odia a Frail porque representa todo aquello que el no es y supone un claro peligro a su existencia.



Edna Flaunce, a la que da vida una enorme Virginia Gregg, es la imagen del puritanismo y de la hipocresía de una sociedad tendente a escandalizarse simplemente por el establecimiento en el pueblo de individuos más abiertos, tolerantes y con costumbres diferentes. Personaje que contrasta con la presencia perenne de las “coristas” que alegran la vida de los mineros.



A pesar de carecer algunas escenas de la intensidad requerida, quizás por la sustitución del director, “El árbol del ahorcado” es un brillante colofón a la filmografía wéstern de Delmer Daves; finalizando, además, con una soberbia escena en la que se pone de manifiesto la barbarie y avaricia del ser humano y culminando con un último plano inolvidable y de belleza arrebatadora que muestra, en una tarde nublada, a los tres protagonistas a contraluz sobre una carreta situada al lado del árbol del ahorcado mientras se escucha el gran tema principal cantado por Frankie Lane.



Asimismo, supuso prácticamente la despedida de este género, tan sólo rodaría el híbrido “Llegaron a Cordura” (Robert Rossen, 1959), de Gary Cooper. Un actor irrepetible, de raza, de aquellos que se enfrentaban a los papeles con la única arma de su personalidad y que siempre siguió el consejo que le dieron los directores cuando llegó a Hollywood: “Al interpretar procura ser tú mismo”. Por eso, cuando alguna vez fue injustamente menospreciado por algún crítico miope al censurarle el hecho de que siempre se interpretase a sí mismo, no dudaba en responder: “Cuando dicen que me interpreto a mí mismo, no saben lo difícil que es ser como yo”. Gary Cooper, el caballero del Oeste.




jueves, 12 de abril de 2018

EL FORASTERO

(The Westerner, 1940)

Dirección: William Wyler
Guion: Jo Swerling, Niven Busch (Historia: Stuart N. Lake)

Reparto:
- Gary Cooper: Cole Harden
- Walter BrennanJudge Roy Bean
- Doris DavenportJane Ellen Mathews
- Fred StoneCaliphet Mathews
- Forrest TuckerWade Harper
- Paul HurstChickenfoot
- Chill WillsSoutheast
- Lillian BondLily Langtry
- Dana AndrewsHod Johnson
- Charles HaltonMort Borrow
- Trevor BardetteShad Wilkins

Música: Dimitri Tiomkin
Productora: Samuel Goldwyn Company. (USA)

Por Seve Ferrón. Nota: 8


"Puede estar seguro de que en este tribunal a los ladrones se les juzga antes de ser colgados"Juez Roy Bean


Gary Cooper interpreta en este clásico, a un héroe tranquilo, jinete errante, en esta producción de Samuel Goldwyn, Cooper cabalga buscando la frontera del Oeste de Texas, donde encontrará en su camino una ciudad en la que tendrá que luchar contra una banda de despiadados vaqueros, capitaneados por el juez Roy Bean un magnífico (Walter Brennan). Allí tendrá que defender a los granjeros de la zona y su propia vida.


La interpretación de Brennan del personaje real del juez Roy Bean le valió su tercer Oscar en cinco años tras "Rivales" (Howard Hawks y William Wyler, 1936) un relato  en el viejo Oeste sobre la rivalidad entre un magnate y su hijo por el amor de una mujer y "Kentucky" (David Butler, 1938) que nos cuenta las rivalidades entre dos familias de granjeros  con Loretta Young como una muchacha que paga las deudas de una familia ganando un derby.


Precisamente  el primer film sonoro de Wyler sería un western "Santos del infierno" de 1929 y al que seguiría "The Storm" con William Boyd en 1930 y no volvería al género hasta diez años después con el film qué nos ocupa, con una pareja difícil de mejorar. También, dentro del género, "La gran prueba" de 1956 western atípico, alegato pacifista con todas las reglas, y "Horizontes de grandeza" de 1958, ejemplo de la película de gran presupuesto, símbolo de una época, los años cincuenta, en el que el cine de Hollywood trataba por todos los medios de contrarrestar la creciente competencia de la televisión.

"El forastero" fue más que un simple western. Fue a mi parecer, el primer intento de introducir matices psicológicos y dramáticos en un género considerado hasta entonces menor por buena parte de la crítica. En este sentido, la rivalidad entre el Juez y Cole Hardin, venía a simbolizar el conflicto entre las libertades del individuo en lucha contra un poder necesario pero no exento de mensaje.


Gracias a Dios, Vinegaroon no pasa de ser un producto de la imaginación. Fueron Stuart N. Lake, Jo Sterling y Niven Busch quienes le proporcionaron  a William Wyler el material narrativo para su film, un peculiar retrato de Roy Bean, el juez de la horca. Y digo lo de peculiar aún si cualquier retrato posible de Roy Bean habría de serlo, pues sus veleidades a la hora de juzgar no dejaban de ser muy sui géneris. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que de juez tenía lo que un cura de pistolero, lo cual no impide imaginarse a un cura con dos pistolas o a un ex militar sudista impartiendo justicia con una expeditiva tendencia a aplicar la ley de la horca. En Roy Bean era, al fin y al cabo, lógico si se tiene en cuenta como el mismo no murió ahorcado por bien poquito; muchos años después todavía el cuello se la jugaba por las mañanas al levantarse, con la sensación de tenerlo descolocado. Por eso bebía levantamientos, un licor capaz de comerse la madera, muy efectivo para quien debe resucitar cuando despega los párpados cada nuevo amanecer. Un juez curioso. Si alguien era condenado a la horca, daba igual su condición, si era blanco o negro, rico o pobre, feo o guapo; Roy Bean era, en ese sentido, fiel a su oficio.

"Id a por una soga y colgadle"
"¿Colgarle? Pero si ya está muerto"
"A los ladrones de caballos los colgamos, ¿No? ¡Colgadle!


Mirándole a la cara en el film de Wyler, uno tiene dudas sobre Bean: ¿esta loco o no está loco? Desde luego, si lo está, la suya no es una locura que le afecte en exclusiva; también sus secuaces han de tener su prorrata de chifladura para estar a su lado, son ellos. Los jurados de sus juicios los forman sus secuaces, los parroquianos de su saloon.


Por su parte, Cole Hardin es la encarnación del cowboy, héroe honrado enfrentado a la injusticia, alguien de quien apenas se sabe nada, sorprendido a menudo entre dos fuegos, sin querer tomar partido, so pena de decir con ello adiós a su independencia. Sin embargo, él ya no está lejos de los héroes del western de los años cincuenta, a quienes, en lugar de dejarles errantes y solitarios al término de los filmes, se les obliga a posicionarse.


Además de por sus enjundiosas propuestas a nivel argumental, "El forastero" tiene una pátina moderna gracias a la fotografía de Gregg Toland, menos neutra que la de los filmes del periodo primitivo del western.


En definitiva "El forastero" trata, en buena medida, sobre la ingenuidad y el desfase de unos ideales anacrónicos tras la Guerra Civil, ideales, sea dicho de paso, defendidos con métodos intransigentes en progresiva degradación, donde también destaca la labor de William Wyler en algunas de las soluciones visuales, como la cena en casa de los Mathews, filmada desde una grúa elevándose, efecto que sustituye al fundido a modo de transición e introduce un elemento místico en ese alejamiento, acaso para corroborar el supuesto jansenismo de la puesta en escena del director.