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jueves, 31 de enero de 2019

LA CONQUISTA DEL OESTE

(How the West was won, 1962)

Dirección: John Ford, Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe
Guion: James R. Webb

Reparto:
Carroll Baker: Eve Prescott
Lee J. Cobb: Marshall Lou Ramsey
Henry Fonda: Jethro Stuart
Carolyn Jones: Julie Rawlings
Karl Malden: Zebulon Prescott
Gregory Peck: Cleve Van Valen
George Peppard: Zeb Rawlings
Robert Preston: Roger Morgan
Debbie Reynolds: Lilith Prescott
James Stewart: Linus Rawlings
Spencer Tracy: Narrador
Eli Wallach: Charlie Gant
John Wayne: General Sherman
Richard Widmark: Mike King

Música: Alfred Newman.
Productora: Metro-Goldwyn-Mayer. 

Por Jesús Cendón. NOTA: 7’5.

“Fue la herencia de un pueblo libre para soñar, libre para crear, libre para fraguar su propio destino”.


A comienzos de los años sesenta, con las grandes majors en plena crisis iniciada en la década anterior, tanto la Metro Goldwyn Mayer como la Twenthy Century Fox emplearon todos sus recursos en la filmación de dos grandes y costosísimas superproducciones con un triple objetivo: recuperar el esplendor pretérito del Hollywood clásico, hacer frente a la competencia creciente de la televisión (la década de los sesenta se caracterizaría por este tipo de filmes que pretendía devolver al público a las salas de cine) y mostrar al mundo que ambas productoras aún gozaban de una esplendida salud.



El resultado fueron “La conquista del Oeste” y “El día más largo”, dos películas gigantescas, técnicamente deslumbrantes (la primera obtuvo ocho nominaciones en la ceremonia de los Oscars de 1963, ganando entre otros los relativos al mejor montaje y mejor sonido; mientras que la segunda ganó en 1962, dos de los cinco a los que optaba, los correspondientes a mejor fotografía y efectos especiales), de muy larga duración (164 y 180 minutos respectivamente), presupuestos holgados (la segunda contó con un presupuesto estimado de 10 millones de dólares, mientras que la primera la superó en un cincuenta por ciento), con un elenco de actores espectacular no visto hasta ese momento en la gran pantalla y con la participación de varios directores fiables ocupándose de cada uno de los episodios en los que se estructuraban ambas cintas.



ARGUMENTO: Historia de los EEUU desde 1830 hasta 1890 narrada a través de tres generaciones de la familia Prescott.



La Metro Goldwyn Mayer abordó el proyecto de “La conquista del Oeste” como un gran homenaje al género cinematográfico por excelencia en un momento en el que empezaba su lento declive y comenzaba a cuestionarse la visión que de la construcción de los EEUU había mostrado hasta entonces Hollywood, proliferando a partir de esta fecha los denominados wésterns revisionistas y desmitificadores (1).



Para ello encargó la elaboración del guion a James R. Webb, un reputado escritor especialista en el género (2). Este, partiendo de un conjunto de relatos previamente publicados en la revista LIFE, escribió un libreto que contenía los principales personajes, situaciones y temas desarrollados a los largo de casi seis décadas por el wéstern, constituyendo, de esta forma, la película una especie de enciclopedia visual del género. Una empresa titánica de la que obtuvo su recompensa al ganar el Oscar al mejor guion original.



La Metro, además, quiso dotar de solemnidad a la gran epopeya narrada rodando el filme en Cinerama, una técnica nunca empleada hasta ese momento consistente en la grabación sincronizada de tres cámaras cuyas líneas de unión posteriormente se fundían consiguiendo una mayor amplitud y sensación envolvente una vez proyectado el filme en salas con pantallas ligeramente cóncavas. Sin embargo, el sistema, por otra parte costosísimo, originó innumerables problemas (los actores en ocasiones no sabían a qué cámara dirigirse, no todas las salas de cine contaban con las pantallas adecuadas, el formato condicionaba la composición de los planos, etcétera) por lo que no consiguió consolidarse y se rodaron muy pocos filmes en Cinerama (ese mismo año la Metro también produjo ”El maravilloso mundo de los hermanos Grimm”), siendo definitivamente desplazado por el Super Panavisión 70 y el Ultra Panavisión 70, formatos igualmente panorámicos pero sin los contratiempos originados por aquel.



Igualmente destacable es la banda sonora compuesta por Alfred Newman (3), que fue derrotada en la ceremonia de los Oscar por la escrita por John Addison para “Tom Jones”. Cuenta con un tema principal extraordinario y épico con el que se identifica al género, además de varios incidentales muy apropiados y otros tradicionales muy bien escogidos en relación con los acontecimientos narrados (“Shenandoah”, “A house in the meadow”, “When Johnny comes marching home”).



Para redondear la empresa la Metro consiguió un extensísimo reparto plagado de grandes estrellas como Henry Fonda, Gregory Peck, James Stewart, John Wayne o Richard Widmark; a los que acompañaron secundarios de la talla de Walter Brennan, Lee J. Cobb, Karl Malden, Agnes Moorehead, Robert Preston, Thelma Ritter, Lee Van Cleef y Eli Wallach y grandes promesas de la época como Carroll Baker, George Peppard, Debbie Reynolds o Russ Tamblyn. Incluso se contó con un narrador de lujo, Spencer Tracy.



La posibilidad de reunir a tal cantidad de interpretes se debió a la propia estructura de la película con cinco capítulos claramente diferenciados que en realidad se concibieron como pequeños filmes dentro de la misma. Cada uno de ellos, salvo el dedicado a la Guerra de Secesión, incluyó además una escena culmen en la que el espectador podía apreciar y sentir el adelanto tecnológico; y fueron filmados por directores diferentes. Así Henry Hathaway, gran cineasta pero escasamente valorado, se ocupo de los dos primeros (Los ríos y Las llanuras) y el último (Los forajidos). Sorprendentemente se encargó el cuarto (El ferrocarril) a George Marshall, un cineasta discreto especializado en películas de bajo presupuesto. Mientras que el episodio de la Guerra Civil, sin duda el mejor, fue obra de John Ford. Además se dispuso de Richard Thorpe, un hombre de total confianza de la casa, para filmar las escenas que engarzaban los distintos capítulos con las que se pretendía dar una sensación de conjunto y para las que, incluso, se tomaron secuencias de otros filmes como “El árbol de la vida” (Edward Dmytryk, 1957) o “El Alamo” (John Wayne, 1960).

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LOS RÍOS

“Mis padres deseaban tener una granja en el Oeste y llegaron aquí. A mí me parece que es voluntad del Señor que me establezca aquí” Eva Prescott a Linus Rawlings.


Primero de los tres episodios a cargo de Henry Hathaway que cuenta como antecedentes destacados, entre otros, a “Río de sangre” (Howard Hawks, 1952) y “Más allá del Missouri” (William Wellman, 1951) por la época en la que se desarrolla, los personajes protagonistas y la temática abordada; y a “Río sin retorno” (Otto Preminger, 1954) y “Horizontes azules” (Rudolph Maté, 1955) por el protagonismo otorgado al río.



En él nos vamos a encontrar por una parte con Linus Rawlings, al que dio vida un maduro James Stewart, como representante de los “mountain man”. Hombres solitarios, nómadas, fanfarrones, profundamente libres, dedicados a la caza y respetuosos con el medio ambiente que vivían en paz con los pieles rojas. Personajes contradictorios y, en cierta forma, trágicos ya que desprecian los convencionalismos sociales pero al mismo tiempo se convertirán en punta de lanza de esa civilización que transformará la naturaleza y acabará con su forma de vida.



Por otra parte tenemos a la familia Prescott (extraordinario el travelling inicial anterior a su presentación) símbolo de los primeros pioneros que con gran determinación se adentraron en terrenos inexplorados utilizando los ríos como vía fundamental de transporte. Estamos ante una familia de puritanos temerosa de Dios, con lo que se introduce el elemento religioso y se reviste de un tono místico a la epopeya de la conquista del Oeste identificada con la tierra de promisión; noción acentuada con varios temas musicales en los que se hace hincapié en “the promise land”. Incluso esta idea se ve reforzada por los nombres bíblicos de sus componentes. La madre (Agnes Moorehead) se llama Rebeca y las hijas Eva (soñadora y romántica que se asentará en un paraje solitario como la primera mujer) y Lilit (más apegada a las posesiones terrenales quien, al igual que en la Biblia, abandonará el “paraíso” para instalarse en las ciudades pecaminosas del este, en concreto San Luis).



Además la familia Prescott personifica la concepción luterana del trabajo como forma de honrar al Señor, afianzándose de esta forma la tesis de que esta ética construyó el sistema moral de la sociedad estadounidense.



Por último, y como en todos los capítulos, se nos ofrece una escena, en este caso el trágico descenso por los rápidos del río, pensada para mostrar al espectador las bondades del nuevo sistema en la que por dos veces la cámara, situada en la embarcación, realiza un giro de 180 grados.  

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LAS PRADERAS

“Siempre he deseado casarme con un hombre que tuviera dinero. Comprendo que él quiera casarse con una mujer rica. Quizás seremos pobres toda la vida pero no nos gusta serlo” Lilith Prescott hablando de Cleve Van Valen a un pretendiente.


Segundo de los tres episodios rodados por Hathaway. En esta ocasión las referencias son múltiples. Desde “El caballero del Mississippi” (Rudolph Maté, 1953), “Horizontes lejanos” (Anthony Mann, 1952) o la primera parte de “Los comancheros” (Michael Curtiz, 1961) respecto a las escenas rodadas en San Luis y en un vapor de ruedas del Mississippi; hasta “La gran jornada” (Raoul Walsh, 1930), el inicio de “Río Rojo” (Howard Hawks, 1948), “Caravana de paz” (John Ford, 1950), “Caravana de mujeres” (William Wellman, 1951) o “Dos cabalgan juntos” (John Ford, 1961) en las secuencias sobre la expedición al Oeste.



El episodio arranca con Lilith, una sobresaliente Debbie Reynolds, en la libertina San Luis trabajando como corista. Allí conocerá Cleve Van Valen (4), intrepretado por Gregory Peck, un caradura vividor, jugador de póker, tan escaso de escrúpulos como de dinero y gran amante de los placeres de la vida, con el que Lilith terminará por compartir su vida.



El carácter de ambos personajes, junto con el de algunos secundarios como el interpretado por Thelma Ritter (una mujer madura deseosa de encontrar un marido), determina el tono más ligero tendente a la farsa de este capítulo de la película, aunque todo el episodio constituya un canto a la tenacidad, determinación y fortaleza de los colonos, capaces de superar los innumerables obstáculos surgidos a lo largo del camino hasta alcanzar las anheladas tierras del Oeste; así como, en su parte final, al espíritu emprendedor de los estadounidenses inspirador de la construcción del país.



La escena culmen de este episodio es el ataque de los pieles rojas al convoy, en el que participaron alrededor de trescientos cincuenta cheyennes, que está magníficamente dirigida y montada. Junto a ella destaca la capacidad de síntesis de Hathaway y su perfecta utilización de la elipsis narrativa. 

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LA GUERRA CIVIL

“No es lo que pensaba. Es horrible contemplar el espectáculo de tantos hombres muertos” El soldado Zebulon Rawlings a un desertor sudista.


Episodio dirigido por John Ford que constituye una pequeña obra maestra, para mí casi a la altura de sus mejores trabajos, de algo más de veinte minutos en el que muestra su genialidad al utilizar un formato pensado para grandes superproducciones en un capítulo marcadamente intimista y sombrío, en consonancia con el tema tratado, y rodado, en su mayor parte, en los estudios de la Metro.



Para ello estructura el capítulo en dos partes y un pequeño epílogo.



En la primera nos volvemos a encontrarnos con Eva Prescott, ahora casada con Linus, madre de dos hijos y propietaria de una granja, y en ella aborda uno de sus temas más recurrentes: la familia, y en concreto, como había hecho anteriormente en “¡Qué verde era mi valle!” (1941) o “Río Grande” (1953), la destrucción del núcleo familiar por causas exógenas, en este caso la Guerra Civil. Son escasos minutos pero de una gran emotividad en los que muestra el profundo dolor hasta llegar al desgarro interno de una madre que ve cómo la guerra, que ya le ha arrebatado a su marido, se lleva también a Zeb, su hijo mayor. Y son los pequeños detalles de esa mujer destrozada los que revelan el genio de Ford. Así Eva se preocupará por zurcir los calcetines y lavar las camisas de su hijo, posteriormente le arreglará el lazo de la corbata y, por último, apoyará su brazo vencido en el hombro de su vástago.



En la segunda Ford trata otro de sus temas habituales, el horror que sentía por la guerra y su rechazo a la misma. Nos encontramos con un Zeb más realista que ha visto la verdadera cara a un conflicto bélico, inicialmente entendido como una aventura, tras participar en Shiloh (la batalla más sangrienta de los EEUU hasta ese momento). La guerra, para el director, es el fracaso de la civilización, en ella no existe espacio para la épica porque tan sólo es muerte, dolor y desolación. Ford únicamente necesita tres cortas escenas para mostrárnoslo: el improvisado hospital de campaña con hombres destrozados y un médico superado por los acontecimientos que exclusivamente puede amputar los miembros a algunos soldados y certificar la muerte de otros, el plano en el que los cuerpos apilados de los militares son enterrados en cal y la previa a la conversación entre Zeb y un soldado sudista con un río tintado de rojo por la sangre de tantos hombre muertos en plena juventud. En esta parte John Wayne aparece, en una pequeña colaboración, como el general Sherman.




El corto epílogo nos muestra a Zeb de regreso a la granja. Es un joven al que los luctuosos acontecimientos vividos le han alejado del chaval que abandonó su hogar al comienzo de la guerra y comprenderá, tras la muerte de sus progenitores, su falta de vínculos con el pequeño rancho, marchando en busca de su lugar en la vida.

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EL FERROCARRIL

“Mira a esa pobre gente, la mitad procedente de Europa. Llegar hasta aquí les ha costado mucho y seguirán adelante. Y sabes por qué, porque están dispuestos a cambiar sus costumbres. Los arapahoes deberán hacer lo mismo” Mike King, director del ferrocarril, al teniente Zeb Rawlings.


Capítulo dirigido por George Marshall dedicado a la construcción de ferrocarril, elemento decisivo en la modernización y vertebración del país. Muchos son los wésterns que directa o indirectamente se han aproximado a este tema de entre los que destaca, sin duda, “Union Pacific” (Cecil B. DeMille, 1939); así como, abordando la misma cuestión pero centrado en la construcción del telégrafo, “Espíritu de conquista” (Fritz Lang, 1941).



Es el único episodio en el que se atisba cierta crítica a la construcción de los EEUU por los anglosajones ya que esta se llevó a cabo a costa de aniquilar a los habitantes originarios de esos territorios, los pieles rojas. Así nos muestra a un hombre blanco, representado en un excelente Richard Widmark como el despótico y desalmado director del ferrocarril pero al mismo tiempo necesario para hacer avanzar el país, que traicionará la palabra dada a los indios modificando la ruta del caballo de hierro y rompiendo el tratado firmado; además de acabar con los búfalos, animal imprescindible para la cultura de las praderas, al contratar a cazadores, uno de ellos interpretado por Henry Fonda, para proveer de carne a los trabajadores de la línea férrea.



El ferrocarril por tanto se convierte en símbolo del desarrollo del capitalismo pero, al mismo tiempo, del fin de una cultura; idea plasmada en el último plano con King aferrado al exterior de la locomotora mientras esta avanza inexorablemente.



Este pasaje cuenta como escena culminante en la que se explotan las ventajas del Cinerama la estampida de bisontes provocada por los indios que destrozará el campamento del hombre blanco. Para poner en pie la secuencia, rodada por Henry Hathaway, se utilizaron alrededor de dos mil bisontes guiados por cowboys profesionales.

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LOS FORAJIDOS

“¿Cree que aún tenemos la ley en el cañón del revólver? Mire Zeb, ahí está la ley con todos sus decretos, con todos sus… Debemos acatar al juez del distrito”. El sheriff Lou Ramsey a Zeb Rawlings.


Último episodio en el que de nuevo la dirección corrió a cargo de Hathaway. En la introducción al mismo se analizan las consecuencias, no siempre favorables, de la expansión hacia al Oeste gracias al ferrocarril. Así se asentarán en las nuevas tierras granjeros y ovejeros quienes chocaran con los grandes ganaderos, estallando el conflicto entre ellos. Además, con el incremento de la riqueza, aumentará la violencia y el bandidaje. Los  wésterns que han tratado estos temas son innumerables pero quizás con el que presenta más similitudes este segmento, incluido el final con un tiroteo en un tren, sea “Dodge City” (Michael Curtiz, 1939).



Nos encontramos, pues, en la última fase de la formación del país. Una época en la que, como señala el Marshall Lou Ramsey, los grandes pistoleros han desaparecido (Jesse James, Doc Holliday, los Clanton, los Younger) y los indios ya no constituyen una amenaza. La “civilización”, por fin, se ha asentado en el Oeste.



Zeb, que tras dejar el ejército llevó prendida en su pecho la estrella de latón durante una temporada, decide aceptar la propuesta de tía Lilith y explotar el rancho de su propiedad; pero antes, como le sucedió a Link Jones en “El hombre del Oeste” (Anthony Mann, 1958), deberá acabar definitivamente con su pasado encarnado en Charlie Gant, magnífico Eli Wallach (5), un pistolero con el que tiene una cuenta pendiente al haber acabado el exsheriff con su hermano.



Hathaway nos regala en este episodio otra escena espectacular con el enfrentamiento entre Zeb y la banda de Gant en el tren que culmina con su descarrilamiento; así como, una imágenes bellísimas del Monument Valley en las que saca un gran partido al nuevo sistema.


“La conquista del Oeste”, sin ser una obra maestra ni tan siquiera un wéstern original, constituye un monumental fresco sobre el mito fundacional de una nación en un mundo nuevo, en un territorio virgen y sin explorar; y de los hombres y mujeres que, con su arrojo y determinación, lo hicieron posible convirtiendo a los EEUU en la primera potencia mundial. Una película, concebida como un compendio cinematográfico del wéstern, indispensable para todo aquel que quiera acercarse y conocer este género.


(1) Curiosamente, aunque quizás no fuese una coincidencia, en 1962 se estrenarían dos wésterns clave para la evolución del género. “El hombre que mató a Liberty Valance”, dirigida por John Ford, una lúcida y amarga reflexión sobre la invención de leyendas en las que se fundamentó la creación de los EEUU; y “Duelo en la alta sierra”, de Sam Peckinpah, un modélico wéstern crepuscular en el que se retrataba un Oeste sin cabida para los viejos e idealistas cow-boys.

(2) De la pluma de Webb nacieron, entre otros y por citar sólo algunos títulos ambientados en el Far-west, los libretos para “Apache” y “Veracruz”, ambas dirigidas por Robert Aldrich en 1954, “Horizontes de grandeza” (William Wyler, 1958) o “El gran combate”, último wéstern dirigido por John Ford en 1964 adscrito a la corriente revisionista.

(3) Menos recordado que otros compositores como Max Steiner, Dimitri Tiomkin o Elmer Bernstein, Alfred Newman, por su aportación, fue uno de los grandes músicos de Hollywood. Obtuvo el Oscar en nueve ocasiones y estuvo nominado a la estatuilla cuarenta y seis veces, veinte de ellas entre 1936 y 1956.

(4) Las alusiones a los EE.UU. como tierra de inmigrantes son constantes en el filme. Así, por ejemplo, en la primera parte la familia Prescott entabla amistad con otra familia de origen escocés; en “Las praderas” el apellido del personaje interpretado por Gregory Peck, Van Valen, remite a Europa Central, mientras que en otra escena se ve trabajar a asiáticos en una mina; por último, en el episodio titulado “El ferrocarril” se alude a los inmigrantes europeos a los que se llega a ver en un breve plano.

(5) Su gran interpretación en esta película fue determinante para que Sergio Leone le ofreciera el papel de Tuco en “El bueno, el feo y el malo”.

jueves, 2 de noviembre de 2017

EL PISTOLERO

(The gunfighter, 1950)

Dirección: Henry King
Guion: William Bowers, William Sellers. Andre de Toth (historia)

Reparto:
- Gregory PeckJimmy Ringo
- Helen WestcottPeggy Walsh
- Millard MitchellMarshall Mark Strett
- Jean ParkerMolly
- Karl MaldenMark
- Skip HopmeierHunt Bromley
- Anthony RossDeputy Charlie Norris
- Verna FeltonMrs. August Pennyfeather
- Richard Jaeckel: Eddy

Música: Alfred Newman
Productora: Twentieth Century Fox Film Corporation
País: Estados Unidos

Por: Jesús Cendón. NOTA: 8’5.


“Creo que tengo más personas pendientes de cuando me matarán que ningún otro hombre de la nación” (Jimmy Ringo conversando con su antiguo amigo el sheriff Mark Srett).

Henry King es un realizador que no ha gozado del reconocimiento que su obra, iniciada en el cine silente y prolongada hasta la década de los sesenta, merece. Quizás porque, al igual que Henry Hathaway, desarrolló la mayor parte de su carrera en la Twentieth Century Fox en donde se convirtió, junto al mentado Hathaway, en un director todoterreno capaz de sacar a flote cualquier producción independientemente de su género de adscripción. Por lo que, de forma injusta, se le ha considerado generalmente un hombre de estudio plegado a las exigencias de un productor de la personalidad de Darryl F. Zanuck.



Entre sus aportaciones al western, sin duda, hay que mencionar “Tierra de audaces” rodada en 1939, la mejor aproximación a las figuras de Jesse y Frank James interpretados respectivamente por Tyrone Power y Henry Fonda; “El vengador sin piedad” (1958) con un desubicado Gregory Peck; y, sobre todo, la película que nos ocupa, una de las cumbres del denominado western psicológico, corriente surgida en la década de los cincuenta caracterizada por el abandono de la ingenuidad y la visión idílica del Far West dada hasta ese momento y por presentar personajes más complejos, oscuros y realistas. Una evolución natural en el género cinematográfico por excelencia dada la transformación de la sociedad norteamericana como consecuencia de los horrores vividos durante la Segunda Guerra Mundial y la posterior frustración por el resultado del conflicto coreano.


ARGUMENTO: Jimmy Ringo, un famoso pistolero, decide visitar Cayanne para contactar con su mujer y su hijo a los que no ve desde hace ocho años. Mientras, los tres hermanos de su última víctima le persiguen con objeto de vengarse.


“El pistolero” es una película austera, rodada en un magnífico blanco y negro gracias al gran maestro Arthur C. Miller con tres Oscar y seis nominaciones más, dura, triste y pesimista que presenta una serie de características en común con “Solo ante el peligro” (Fred Zinnemann, 1952) y “El tren de las 3:10” (Delmer Daves, 1957), otros dos westerns psicológicos ya reseñados en este blog, entre las que se pueden destacar:


1) El marco espacial en el que se desarrolla la acción. Así los tres filmes son básicamente westerns urbanitas, en los que los grandes espacios abiertos son sustituidos por la ciudad como teatro en el que se desarrolla el drama, espacio que parece empequeñecerse a medida que avanzan las historias, aumentándose de esta forma la sensación opresiva e, incluso, claustrofóbica de los tres filmes. Además, tanto en el caso de la película que nos ocupa como en “El tren de las 3:10” gran parte del metraje tiene lugar en una sola estancia (el saloon y la habitación de un hotel, respectivamente) con el objeto de intensificar la sensación de opresión de ambos protagonistas. Incluso en “El pistolero” el director utilizará la profundidad de campo para remarcar la soledad de Jimmy Ringo.


2) Los protagonistas no responden al prototipo del héroe clásico. En “Solo ante el peligro” Gary Cooper interpreta a un sheriff, quizás la figura más emblemática del wéstern, pero su comportamiento no es el típico de un representante de la ley; al mostrarnos sus miedos se le humaniza, al mismo tiempo que al sobreponerse a ellos se va a engrandecer su figura. En “El tren de las 3:10” Van Heflin acepta escoltar al pistolero hasta Yuma por motivaciones económicas no porque entienda que sea su deber como ciudadano perteneciente a una comunidad. Mientras que la película que nos ocupa el protagonista es un pistolero, un fuera de la ley que ha hecho de su habilidad con las armas su medio de vida.


3) Las tres películas ofrecen una visión crítica de la población. Will Kane comprueba como sus vecinos, a los que ha defendido hasta ahora, se muestran como un grupo de cobardes que le niegan su ayuda salvo en el caso de un envejecido y artrítico exsheriff y un borracho. En “El tren de las 3:10” es el borracho del pueblo el único que muestra su compromiso moral y será su sacrificio postrero el que haga cambiar el punto de vista de Dan Evans respecto al cumplimiento de su misión. Por lo que respecta a “El pistolero”, nos muestra una sociedad que ha hecho de la violencia su seña de identidad, de la muerte un espectáculo y convierte a simples pistoleros en héroes en vida y en mitos tras su muerte.


4) El tiempo, representado en los respectivos relojes que van marcando inexorablemente las horas, como elemento dramático de primer orden. Así, Wiill espera el tren que trae al pueblo a Miller; Dan aguarda el tren que le conducirá junto a Ben a la cárcel de Yuma; y Jimmy sabe que tan solo tiene una hora de ventaja para ver a su mujer y su hijo antes de que lleguen al pueblo los hermanos de su última víctima.


Pero lo que diferencia notablemente el filme de King de los otros dos es su tono desesperanzado al negar a Jimmy Ringo la posibilidad de redimirse. Desde el duelo inicial, en el que acaba con un joven impulsivo con pocas luces, un halo de fatalismo se apodera de la película, acentuándose poco a poco la sensación de que el destino de Jimmy Ringo está escrito y nada de lo que haga lo cambiará.


El propio Ringo, esplendido Gregory Peck en un papel inicialmente pensado para John Wayne, es consciente de que debe cambiar de vida si no quiere terminar muerto en cualquier esquina de un callejón por los disparos de un mequetrefe con suerte como le ocurrió a su amigo Bucky; así le comentará a Mark, antiguo compañero de correrías y símbolo de lo que pretende conseguir Ringo: “Es una bonita vida ¿No crees? Solo tratar de vivir y en realidad no vives. Sin alegría alguna. No tienes dónde ir. Solo evitar que puedan asesinarte”. Frase que resume su cansancio existencial, su hastío y la carga asfixiante de su pasado.


Como curiosidad comentaros que la idea de la película se le ocurrió a André de Toth al comprobar como sistemáticamente los actores de películas de acción, como Errol Flynn, solían ser retados por gente anónima en los bares a los que acudían. De ahí que el filme se inicie con la magistral secuencia, anteriormente citada, en la que un mastuerzo, interpretado por un joven Richard Jaeckel, provoca, primero, y desafía, después, a Ringo al que no le queda más remedio que matarlo. Hecho que marcará el devenir de la historia y el destino del pistolero.




miércoles, 19 de abril de 2017

HORIZONTES DE GRANDEZA

(The big Country - 1958)

Director: William Wyler
Guión: James R. Webb, Robert Wyler, Sy Bartlett, Jessamyn West, Robert Wyler (Novela: Donald Hamilton)

Intérpretes:
Gregory Peck
Jean Simmons
Charlton Heston
Burl Ives
Carroll Baker
Charles Bickford
Chuck Connors

Fotografía: Franz Planer
Música: Jerome Moross
Productora: MGM

Por Lluís Nasarre. Nota: 9

McKay: Hay cosas que un hombre tiene que probarse a sí mismo, no a los demás. 


Es una obviedad que, “a primer golpe de vista”, la idiosincrasia del western parece llevar adherida a su piel etiquetas machistas, limitando con ello –mayormente- el rol de la mujer en el seno de la columna vertebral del género; es más, con la aparición del spaghetti western, esta aseveración cobra más entidad si cabe. Sin embargo, con la voluntad firme de trascender etiquetas, si apuntamos (tan sólo) un par de ejemplos como Johnny Guitar y/o Hasta que llegó su hora veremos que en estas dos (indispensables y referentes) películas, si no existiese la intercesión del personaje femenino, éstas no tendrían ninguna razón de ser. Ahora bien, ¿a que obedece la voluntad de este apunte introductorio?...posiblemente para sacar a colación las sensaciones encontradas versus el género que me produce la visión del film que en 1958, realizó William Wyler: Horizontes de grandeza, uno de los westerns más atípicos que recuerdo. Un (apasionante) western de más de 150 minutos de duración en el que apenas hay disparos hasta el tiroteo final. Un tiroteo final, que a fuerza de ser sinceros, su planificación y desarrollo no deja de ser funcional cuando no rutinario.


¿Y las mujeres…? porque sólo participan dos con relevancia.
Por otro lado, siempre he considerado que The big country es un western que si David Lean, hubiese realizado alguno, seguramente hubiese deseado hacer uno como este. Y tal consideración nace de la (personal) corazonada de que, por poco que uno se fije en películas como Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago, un primer acercamiento al film de Wyler y/o los de Lean, producirán idéntica percepción de hallarnos ante contemplativos espectáculos realmente espectaculares (valga la redundancia) pero particulares en su manera de decir las cosas. Porque, como inquirirán algunos ¿para qué utilizar 165 minutos o más, en explicar algo, si en 100 puedes hacerlo igual? La de desierto que cruza Peter O’Toole y la de nieve que sufre Omar Sharif. Sin embargo, de igual modo que en esa última etapa de la filmografía del realizador británico, la voluntad formal de Horizontes de grandeza no transita sucinto camino. No se preocupa en lo que dice, sino en cómo lo dice. Para westerns concisos con ganaderos de por medio y que se habían alzado con nota, ya tenemos Lanza rota o La pradera sin ley


Por poco que nos detengamos en su argumento, veremos como un ex capitán de barco, James McKay, arriba al Oeste para casarse con Patricia, la hija de un poderoso terrateniente del lugar. Su presencia dará pie a una serie de situaciones en las que la burla se erige en el leif motiv dominante. Su condición de dandy del Este, será el detonante de diversos episodios que se saldarán con mayor o menor fortuna. Todo el mundo intentará reírse de McKay. Ya sean de la facción de la familia de su prometida, los Terrill, con Steve Leech su capataz a la cabeza o, la de los Hannassey, el otro ganadero que, en definitiva es el principal antagonista de la que ha de ser la familia política del marinero. Sin embargo nada parece perturbar a un impertérrito McKay, habituado a hacer las cosas a su modo.



En uno de los momentos decisivos de la película, Leech y McKay llegan a los puños. Decisivo porque su puesta en escena no tiene nada que ver con los clímax de este tipo habituales del género ya que, en la mayoría de tomas vemos a dos figuras en la lejanía, en la inmensidad de la (a dos luces) profundidad de campo peleándose, sin capacidad por nuestra parte de identificar a uno u otro, si no es por la intercesión de algunos planos más cercanos. Hacia el final, un Leech exhausto y vapuleado en el suelo le dice a McKay “he de reconocer que tarda un infierno de tiempo en despedirse” a lo que el otro, en idénticas condiciones físicas le responde con un escueto “por mi parte lo doy por terminado”. Pero lo importante del momento viene en esa pregunta que a continuación, le lanzará el dandy al hombre del Oeste. Una réplica que marca perfectamente el tono de su personaje (alter ego de Wyler)  y…de la película. “y ahora dígame ¿qué hemos demostrado?


En 1958 el ecléctico William Wyler, un año antes de entrar en el Olimpo Hollywodense popular merced a las once estatuillas que había de recolectar Ben-Hur, no pretendía demostrar nada en el western. Sabía que su escritura cinematográfica (aunque en el inicio –silente- de su carrera estuviese muy vinculada al género con unas 20 producciones), no pasaban por ahí. Antes de esta, un par de incursiones atípicas como El forastero (1940) y/o La gran prueba (1956), certificaban su paso por el género, de ahí que Horizontes de grandeza, como mosaico moral profundo y complejo amén de retrato íntimo de un grupo de personajes, sea deudora de su particular quehacer cinematográfico, basado en planos prolongados con gran profundidad de campo y de esos silencios que disfruta el (Melo) drama. Cuando el film arranca mediante ese excelente travelling del galopar de los caballos de una diligencia acompañada de los títulos de crédito y de la cautivadora y vital banda sonora de Jerome Moross, el espectador empieza a darse cuenta que se encuentra ante una película con identidad propia. Una identidad que ha de bascular a partes iguales entre la mítica y la Historia (con mayúsculas) inserida en un universo tradicional y pleno de interminables llanuras de tierra. Aunque McKay le vacile en una fiesta a uno de los invitados que le ha preguntado “¿ha visto alguna vez algo tan grande como esta tierra?” con ese “un par de Océanos”, nosotros sabemos que él está igualmente subyugado por el entorno. A la mañana siguiente de arribar a la casa de Terrill (con una majestuosa escenografía de la que Lawrence Kasdan debía tomar nota para su interesante Silverado), la cámara lo acompaña desde atrás, para que tanto él como el espectador nos apercibamos del entorno. Wyler, amo y señor del control creativo de la película, marca el tempo perfectamente, pretende imbuirse del contexto, pero filtrarlo a través de los ojos de McKay, su protagonista, el cual a pesar de no navegar en su medio real (aunque eche mano de sus recursos profesionales en su excursión por la inmensa llanura), hace las cosas no cuando los demás esperan que las lleve a cabo sino cuando él considera que debe hacerlas (como muestra: la sensacional escena, su ritmo interno en relación al resto del film, de la doma de Trueno) aunque ello le comporte que parezca un cobarde.



Horizontes de grandeza es un film soberbio. Como soberbios están todos sus principales intérpretes masculinos. Un sobresaliente Gregory Peck como McKay, empezaba a apuntar los rasgos de su letrado de Matar a un ruiseñor. Charlton Heston como Leech, ofrece un rol perfecto, sin dobles caras y cincelado a golpes de naturaleza. Y los dos patriarcas, Burl Ives (Hannassey) y Charles Bickford (Major Terrill) rezuman, cada uno en su lugar, las prestaciones y alternancias necesarias para conferir el primario drama de fondo que el film necesita: “si hay algo que admiro más que un amigo entregado, es un enemigo dedicado”.
Pero… ¿y las mujeres?


Sin ambas, Carroll Baker (Patricia Terrill) y Jean Simmons (Julie), la película no alcanzaría ni de lejos la pulsión emocional que la convierte en magistral y con esa voluntad diferencial. Los dos caracteres femeninos, perfectamente diseñados, son el eje sobre el que ha de pivotar la película. Es cierto que habiendo tierras y ganaderos, existe la excusa argumental del agua, pero es la intercesión de las dos mujeres la que articula todos (si, todos) los resortes dramáticos. Y con la aparición de ellas, aparece el –referido- melodrama encubierto, que anida en el ínterin de este particular e inusual western.



A nivel personal me fascina toda la escena montada en torno al secuestro de Julie por parte de los Hannassey. Es una secuencia montada con el ritmo necesario para que rezume desenlace, en el que la extraordinaria banda sonora, una vez más y como si de una ópera se tratase, va marcando los tiempos que han de desarrollarse en el Cañón Blanco. Con la épica e irracional incursión del Major Terrill en el cañón; en su génesis sólo en primer término y después acompañado de sus hombres que aparecen por fondo del encuadre en su cabalgada hacia el infierno, deudora de todos los inputs –a la que le perdono los subrayados tramposos y/o emocionales- del género y a renglón seguido, la guinda del pastel de un western según Wyler, la que concentra más tensión y/o ternura; las miradas que se establecen entre McKay y Julie ante los Hannassey (padre e hijo) en el porche de la casa de estos, donde recluyen a la chica. Donde el patriarca se apercibe de una vez por todas de la razón de la presencia del hombre del Este en su casa y así se lo alerta a su hijo “y bien Buck, estás ciego?”. En definitiva del sentimiento que existe entre McKay y Julie. Por esas miradas, por esos silencios, por ese rostro de Jean Simmons transmitiendo el mismo amor, que había de embargarnos a posteriori en su rol de Lavinia de Espartaco. 


En ese instante, embarcado en los ojos de Jean Simmons, también yo definitivamente me enamoré de The big country.