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jueves, 11 de mayo de 2017

COMANCHERÍA

(Hell or High Water - 2016)

Director: David Mackenzie
Guión: Taylor Sheridan


Intérpretes:
- Chris Pine: Toby Howard
- Ben Foster: Tanner Howard
- Jeff Bridges: Marcus Hamilton
- Gil Birmingham: Alberto Parker
- Katy Mixon: Jenny Ann
- Dale Dickey: Elsie
- Marin Ireland: Debbie Howard
- Kevin Rankin: Billy Rayburn

Música: Nick Cave y Warren Ellis 
Productora: CBS Films / Sidney Kimmel Entertainment / Oddlot Entertainment / Film 44 / LBI Entertainment / Oddlot Entertainment production
País: Estados Unidos

Por: Xavi J. Prunera. Nota: 9,00

“He sido pobre toda la vida. También mis padres. Y mis abuelos. Es como una epidemia que se transmite de generación en generación hasta que se convierte en un epidemia" (Toby a Marcus)


SINOPSIS: Toby y Tanner Howard son dos hermanos (un padre divorciado y un expresidiario) que —tras la muerte de su madre— se dedican a atracar pequeñas sucursales bancarias del oeste de Texas con objeto de poder conseguir el dinero necesario para salvar del embargo su rancho familiar. Marcus Hamilton y Alberto Parker serán los rangers de Texas encargados de perseguirles y arrestarles. Una misión que, sin embargo, no les va a resultar nada fácil.

Llevaba tiempo con ganas de reseñar un neowestern. Ya sabéis: esos films que no se desarrollan dentro de los límites cronológicos habituales del género pero que guardan —respecto a éste— multitud de elementos temáticos y/o iconográficos que nos remiten, irremisiblemente, al viejo cine del oeste. Me estoy refiriendo a pelis como “Lone Star” (1996), “Los tres entierros de Melquíades Estrada” (2005), “No es país para viejos” (2007) o, como no, a “Comanchería” (2016).

Personalmente, creo que este es el camino que debería seguir el western contemporáneo. Y no porque actualmente no se puedan rodar westerns a la antigua usanza (“Deuda de honor” (2014), “Los odiosos ocho” (2015), o “Bone Tomahawk” (2015) así nos lo constatan) sino porque creo, sinceramente, que el neowestern se adapta mucho mejor a los nuevos tiempos. Básicamente porque aunque no se trata de ninguna moda o novedad (“Conspiración de silencio” (1955), “Vidas rebeldes” (1961), “Los valientes andan solos” (1962), “Hud” (1963) o “Quiero la cabeza de Alfredo García” (1974) ya fueron auténticos neowesterns en su época) de lo que no me cabe ninguna duda es que —como mínimo— el neowestern actual no tiene por qué cargar con esa pesada losa denominada comparación. O peor aún: remake. Una terrible lastre que sí han debido cargar peliculones como “El tren de las 3:10” (2007), “True grit” (2010) o “El renacido” (2015) y que, por supuesto, ha jugado claramente en su contra.

Así pues… ¡Que vivan los neowesterns! Sobre todo si son tan buenos como “Comanchería”. Un film que cuenta con todos esos elementos temáticos e iconográficos de los que hablábamos anteriormente y que, al mismo tiempo, se convierte en un fiel reflejo de la actual América de Trump. Una América profunda devastada por la crisis financiera, por la especulación salvaje… por la Gran Recesión, vaya. Y es precisamente en este contexto de pobreza, de decadencia white trash, en el que se mueven Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster), nuestros protagonistas. Dos hermanos muy distintos (Toby es un padre divorciado y Tanner, un expresidiario) que deciden unirse para hacer frente común a la inminente pérdida de su rancho familiar. Y lo harán de la única manera que saben o pueden hacerlo: atracando bancos. Pequeñas sucursales, eso sí, de pueblos perdidos en medio de la nada donde dar un golpe es tan fácil como hacerlo en una gasolinera, en una farmacia o en una licorería.

Nuestros outlaws, sin embargo, también tendrán sus pertinentes antagonistas o perseguidores. Y si poco nos ha costado empatizar con Toby y Tanner Howard, aún menos nos costará hacerlo con los dos rangers de Texas que les siguen el rastro: Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y Alberto Parker (Gil Birmingham). O lo que es lo mismo, un veterano policía a punto de jubilarse y un agente mitad indio/mitad mexicano entre los que existe, por cierto, una relación muy parecida a la de los dos hermanos Howard: por un lado son muy distintos y no dejan de burlarse e insultarse entre ellos a todas horas pero, por otro, se tienen un grandísimo afecto. Y éste es, precisamente, uno de los grandes atractivos de “Comanchería”. Su entrañable cuarteto protagonista. No solamente por lo bien que ha definido Taylor Sheridan, el guionista, a estos cuatro personajes sino porque —como resulta obvio— no estamos ante una historia de buenos y malos sino ante una historia de personas que sobreviven como pueden y que, por circunstancias, se hallan a ambos lados de la ley.

Pero… ¿A qué debemos el título de la peli? ¿Qué tiene que ver el término “Comanchería” en todo esto? Vayamos por partes. En primer lugar “Comanchería” se refiere, obviamente, al Territorio Comanche. Al noroeste de Nuevo Mexico, Oeste de Texas, Sudeste de Colorado y Kansas y todo Oklahoma. Al territorio donde se desarrolla la acción, vaya. Pero no solo eso. Hay una escena en la que Tanner se juega parte del dinero que ha robado en un casino y tiene un conato de enfrentamiento con un indio que también está jugando. Si me lo permitís, os adjunto el diálogo. Básicamente porque nos ayudará a entender mejor como encaja el título español (“Comanchería”) en toda esta historia. Recordad, por otro lado, que el título original (“Hell or High Water”) es una frase hecha que viene a significar algo así como “Cueste lo que cueste”.

Tanner: “¿Eres comanche? ¡Señores de las llanuras!”
Comanche: “Señores de la nada ahora ¿Sabes qué significa comanche? Significa enemigos para siempre”
Tanner: “¿Enemigos de quién?”
Comanche: “De todos”
Tanner: “¿Sabes en qué me convierte eso?”
Comanche: “En un enemigo”
Tanner: “No. Me convierte en comanche”

“Comanchería” también tiene, por lo tanto, esa pertinente dosis de épica que suele tener cualquier western que se precie. Y si hay una secuencia que lo constata fehacientemente, ésa es la escena en la que —tras el último atraco— Tanner deja a su hermano a salvo en las afueras del pueblo y arrastra a todos sus perseguidores hacia esa pequeña colina desde donde abate uno por uno a cuatro hombres y desde donde solo le cabe esperar a que lo maten. Quien no logre emocionarse ante ese noble gesto, ante esa conmovedora despedida y ante todo lo que viene a continuación es que —sin lugar a dudas— tiene un grave problema.

Pero si hay una escena que me gusta especialmente esa es, como no, la última. En la que se enfrentan Tanner y Marcus cara a cara y ponen las cartas boca arriba merced a un duelo dialéctico muy pero que muy bueno. Obviamente, no voy a comentar esa escena más allá de lo estrictamente necesario porque no quiero desvelar spoilers pero sí diré que me parece una de las mejores escenas del cine contemporáneo, que Bridges y Pine están soberbios y que esa secuencia —en cualquier caso— constituye la mejor forma de concluir una peli excepcional.

No quisiera finalizar esta reseña, sin embargo, dejando de lado dos aspectos que contribuyen a otorgarle a “Comanchería” una atmósfera muy especial. Me estoy refiriendo a la cálida fotografía de Giles Nuttgens (con algunos planos que parecen verdaderos cuadros) y a la tremenda banda sonora compuesta por Nick Cave y Warren Ellis. Una combinación sencillamente magistral.


miércoles, 3 de mayo de 2017

TAMBORES APACHES

(Apache drums - 1951)

Dirección: Hugo Fregonese
Guion: David Chandler

Reparto:
- Stephen McNally: Sam Leeds
- Coleen Gray: Sally
- Willard Parker: Joe Madden
- Arthur Shields: Reverendo Griffin
- James Griffith: Teniente Glidden

Música: Hans J. Salter.
Productora: Universal International Pictures
País: Estados Unidos


Por Jesús Cendón. NOTA: 7

“Hay quienes siembran. Quienes trabajan por lo que quieren. Yo sólo recojo. Es mi obligación” (Conversación de Sam, un jugador, con Sally).


Última película y única filmada en color del mítico productor prematuramente desaparecido Val Lewton, recordado por sus indispensables filmes de terror realizados durante la década anterior: “La mujer pantera” (Jacques Tourneaur, 1942), “La séptima víctima” (Mark Robson, 1943) o “El ladrón de cuerpos” (Robert Wise, 1945). En esta ocasión formó tándem con Hugo Fregonese, director de origen argentino ubicado a principios de la década de los cincuenta en Hollywood, en donde rodó algunas westerns interesantes como “Denbow” (1952), “Soplo Salvaje” (1953) o “Fugitivos rebeldes” (1954); para continuar su trayectoria dirigiendo coproducciones en Europa y terminar regresando a su Argentina natal.


ARGUMENTO: La ciudad minera de Spanish Boot sufrirá el ataque de los apaches. Sam Leeds, un jugador expulsado de la urbe tras haber disparado contra dos ciudadanos, se convertirá en el inesperado líder de la resistencia contra los pieles rojas.


La película se enmarca dentro de lo que se denominó serie B, es decir producciones modestas, de duración escasa (en este caso apenas 75 minutos), sin grandes estrellas y destinadas a rellenar las sesiones dobles en las salas. Pero esto no supone que no constituyesen propuestas ambiciosas, dentro de sus limitaciones, tanto desde el punto de vista estético como temático. Y buena prueba de ello es este filme, que presenta ciertos aspectos muy interesantes.


En primer lugar la visión del Oeste, que se desmarca de la imagen generalmente idílica de los wésterns de esta época gracias, sobre todo, a tres personajes:


- El protagonista, Sam Leeds, un jugador alejado del prototipo de héroe clásico. Aquí se nos presenta como un hombre pendenciero, tendente a transgredir las leyes y al que no le importa poner en peligro a los ciudadanos con la excusa de la escasez del agua, cuando en realidad su decisión también se debe a su vanidad y tiene por objeto poner en evidencia al alcalde con el que está enfrentado por el amor de una mujer. Pero al mismo tiempo es un hombre franco, honesto y el único que no mantiene una actitud xenófoba respecto a los indios. La elección del actor para interpretarlo fue muy afortunada, ya que Stephen McNally estaba especializado en villanos y sabe aportar a su personaje la ambigüedad que requería.


- El alcalde, interpretado por Willard Parker, un hombre honrado y valiente, realmente preocupado por su comunidad a la que intenta proteger, como lo demuestra al final. Pero al mismo tiempo demasiado estricto con el cumplimiento de la ley, por lo que su rectitud se convertirá en un defecto. Así expulsará a las prostitutas de la ciudad provocando su aniquilación por los indios y se mostrará inflexible con Sam, quizás por la rivalidad anteriormente citada.


- El reverendo Griffith, al que dio vida el fordiano Arthur Shields, un individuo ambiguo y cargado de prejuicios. Junto con el alcalde será el causante de la expulsión de las prostitutas y mostrará constantemente su racismo y odio desmesurado hacia los indios, incluido el explorador del ejército; aunque también será capaz de jugarse la vida para proteger la de los colonos o de, al final, rezar junto al citado explorador; reconociendo, de esta forma, su error.


Igualmente, y a pesar de que los apaches carecen de cualquier tipo de tratamiento y parecen una fuerza de la naturaleza más que personajes, la película en su prólogo expone las causas por las que los indios se han levantado en pie de guerra al estar su territorio dividido entre dos estados, hecho que origina escasez y hambre. Así el salvajismo de los apaches aparece como la respuesta natural frente a la intolerancia del hombre blanco. Planteamiento bastante progresista teniendo en cuenta el año de producción de la película.


Si desde el punto de vista de su contenido la película es muy sugerente, no lo es menos estéticamente. Desde el primer plano que recuerda obligatoriamente al inicio de “Centauros del desierto”, al situar Fregonese la cámara en el interior de una estancia totalmente oscura y enfocar el exterior a través de la puerta; pasando por la estupenda presentación del protagonista con el objeto de acrecentar su ambigüedad moral o el sabio manejo de la cámara del director tanto en interiores como en exteriores; hasta llegar al estupendo y originalísimo clímax final, de aproximadamente media hora, desarrollado en la iglesia. Una noche infernal, en donde la mano de Val Lewton se antoja decisiva, con los protagonistas acosados en el interior del templo mientras escuchan los tambores de guerra de los indios a los que no pueden ver al encontrarse en un edificio escasamente iluminado (los asediados tan sólo dispondrán de velas) y cuyos únicos vanos están situados prácticamente en el techo; por lo que los colonos sólo pueden divisar a sus enemigos cuando saltan hacia el interior. Enemigos que, además, llevan sus cuerpos totalmente recubiertos con pinturas lo que les otorga cierto aspecto fantasmagórico o monstruoso, acentuado por el hecho de que al haber sido incendiado el pueblo y vislumbrarse por las ventanas las enrojecidas llamas (maravilloso tratamiento del color) parecen seres salidos del infierno. Todo ello consigue una atmósfera y una tensión, agravada porque los protagonistas al igual que el espectador no saben lo que realmente está ocurriendo fuera de las cuatro paredes de la iglesia, más cercanas al cine de terror o al fantástico que al wéstern.


Filme, por tanto, lleno de hallazgos en el que el escaso presupuesto se suple con talento e imaginación. Y son precisamente sus aciertos los que lo han convertido para determinados sectores, sobre todo en Europa, en una película de culto.


miércoles, 26 de abril de 2017

SIN PERDÓN

(Unforgiven - 1992)

Director: Clint Eastwood
Guión: David Webb Peoples

Intérpretes:
- Clint Eastwood: William Munny
- Gene Hackman: Little Bill Daggett
- Morgan Freeman: Ned Logan
- Richard Harris: English Bob
- Jaimz Woolvett: Schofield Kid
- Saul Rubinek: WW Beauchamp

Fotografía: Jack N. Green
Música: Lennie Niehaus, Clint Eastwood
Productora: Warner Bros Pictures / Malpaso Company (Estados Unidos)

Por Xavi J. Prunera. Nota: 9

William Munny: “¿Quién es el dueño de esta pocilga?”



SINOPSIS: La brutal mutilación de una prostituta en Big Whiskey (Wyoming) no es razón suficiente para que su sheriff, Little Bill Daggett, castigue a sus dos autores. Indignadas ante tal infamia, las compañeras de la prostituta agredida reunirán algo de dinero para contratar a alguien que les haga justicia. Schofield Kid, un joven fanfarrón que busca emular las gestas del retirado cazarrecompensas William Munny (ahora criador de cerdos) contacta con éste y lo convence para asociarse con él y encargarse del trabajo. Munny contacta a su vez con Ned Logan, su antiguo socio, para que les ayude a él y al chico, pero al final tanto Logan como Schofield deciden retirarse. Aún así, Little Bill detiene a Ned y lo mata. La venganza de Munny no tardará en llegar.

Lo tengo decidido. Aunque aún me queda mucho western clásico por ver y nunca he sido, la verdad sea dicha, muy de repetir pelis que ya he visto una o dos veces, me he propuesto —a partir de ahora— volver a disfrutar, de vez en cuando, de esos western que, en un momento dado, marcaron de alguna manera u otra mi trayectoria cinéfila.

Empecé ayer mismo con “Sin perdón”, un western que pese a su carácter elegíaco y crepuscular constata al mismo tiempo que este grandioso género no murió con Peckinpah y Leone y que Eastwood (tras “Infierno de cobardes”, “El fuera de la ley” y “El jinete pálido”) merecía —sin lugar a dudas— que su nombre como cineasta pasara, tarde o temprano, a formar parte de la historia de forma total y absolutamente incuestionable.


Más allá de su propia trascendencia histórica y artística, sin embargo, lo que realmente ha conseguido este nuevo visionado de “Sin perdón” es volver a fascinarme. Tanto o más que la primera vez. Y lo ha conseguido porque la peli de Eastwood reúne, bajo mi punto de vista, todo cuanto debe atesorar cualquier obra cinematográfica que se precie. Me estoy refiriendo, concretamente, a cuatro elementos básicos: una buena historia, personajes memorables, secuencias para el recuerdo y emoción. Cuatro elementos básicos de los que “Sin perdón” anda bien provista y que la convierten, indudablemente, en una auténtica obra maestra del western contemporáneo.



Permitidme, pues, que vaya deshojando esos cuatro elementos, uno por uno, porque considero que vale mucho la pena incidir en cada uno de ellos por separado. Y quiero empezar con la historia que nos cuenta “Sin perdón”, con su guión, porque estoy convencido que esa es la gran piedra angular de la película de Eastwood. Una peli con un principio y un final soberbios y que discurre, toda ella, con un ritmo y una tensión absolutamente magistrales. Precisamente por ello me gustaría destacar el gran trabajo de David Webb Peoples escribiendo la historia de un expistolero a sueldo contratado para matar a dos vaqueros que le cortaron la cara a una prostituta. Una historia tan sencilla como cargada de matices que se apoya, como no, en una serie de personajes (tanto principales como secundarios) verdaderamente extraordinarios. Empezando por el mismísimo Will Munny (un veterano y, a priori, redimido asesino profesional que deberá abordar un último trabajo para solucionar sus necesidades económicas), pasando por Ned Logan (exsocio y fiel amigo de Munny), por Bob “el inglés” (un cazarrecompensas que acude a Big Whiskey con el mismo objetivo que Munny), por Schofield Kid (un joven pistolero, bastante cegato, tentado por la recompensa de las prostitutas) y acabando, naturalmente, por Little Bill Daggett (un sádico e implacable sheriff sin escrúpulos que impone la ley, su ley, en Big Whiskey).


Pero si por algo más “Sin perdón” me parece una peli incuestionablemente redonda es, sin lugar a dudas, por esas secuencias que quedan marcadas a fuego en nuestras retinas. Secuencias como la que nos muestra a un Will Munny manchado de purines hasta las cejas o cayendo al suelo en un vano intento de montar a un caballo poco acostumbrado a llevar un jinete encima. Secuencias tan realistas y desmitificadoras —por cierto— como la de la emboscada, en la que se nos certifica la indiscutible redención de Ned (incapaz de dispararle al vaquero herido) y en la que se demuestra, también, que disparar y acertar a cierta distancia no es tan fácil como siempre nos han hecho creer.

Aún así, mis secuencias favoritas de “Sin perdón” son las que se encuentran al final de la peli. Y es que cada vez que veo a Clint entrar en los billares de Big Whiskey —de noche y en plena tormenta— y le escucho decir (con la voz de Constantino Romero) “¿Quién es el dueño de esta pocilga?” no puedo evitar tragar saliva, clavar las uñas en el sofá y esperar acontecimientos. Lo que ocurre a continuación no voy a desvelarlo, claro, pero sí me gustaría apuntar que contiene lo que todo amante del western espera encontrar en una peli de este calibre: dramatismo, épica, tensión y, sobre todo, emoción. Casi tanta como la que desprende por los cuatro costados ese plano final de auténtica postal fordiana aliñado, por si fuera poco, con una delicada y estremecedora melodía (compuesta por el propio Eastwood) capaz de poner los pelos como escarpias al mismísimo diablo. Brutal.



miércoles, 19 de abril de 2017

HORIZONTES DE GRANDEZA

(The big Country - 1958)

Director: William Wyler
Guión: James R. Webb, Robert Wyler, Sy Bartlett, Jessamyn West, Robert Wyler (Novela: Donald Hamilton)

Intérpretes:
Gregory Peck
Jean Simmons
Charlton Heston
Burl Ives
Carroll Baker
Charles Bickford
Chuck Connors

Fotografía: Franz Planer
Música: Jerome Moross
Productora: MGM

Por Lluís Nasarre. Nota: 9

McKay: Hay cosas que un hombre tiene que probarse a sí mismo, no a los demás. 


Es una obviedad que, “a primer golpe de vista”, la idiosincrasia del western parece llevar adherida a su piel etiquetas machistas, limitando con ello –mayormente- el rol de la mujer en el seno de la columna vertebral del género; es más, con la aparición del spaghetti western, esta aseveración cobra más entidad si cabe. Sin embargo, con la voluntad firme de trascender etiquetas, si apuntamos (tan sólo) un par de ejemplos como Johnny Guitar y/o Hasta que llegó su hora veremos que en estas dos (indispensables y referentes) películas, si no existiese la intercesión del personaje femenino, éstas no tendrían ninguna razón de ser. Ahora bien, ¿a que obedece la voluntad de este apunte introductorio?...posiblemente para sacar a colación las sensaciones encontradas versus el género que me produce la visión del film que en 1958, realizó William Wyler: Horizontes de grandeza, uno de los westerns más atípicos que recuerdo. Un (apasionante) western de más de 150 minutos de duración en el que apenas hay disparos hasta el tiroteo final. Un tiroteo final, que a fuerza de ser sinceros, su planificación y desarrollo no deja de ser funcional cuando no rutinario.


¿Y las mujeres…? porque sólo participan dos con relevancia.
Por otro lado, siempre he considerado que The big country es un western que si David Lean, hubiese realizado alguno, seguramente hubiese deseado hacer uno como este. Y tal consideración nace de la (personal) corazonada de que, por poco que uno se fije en películas como Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago, un primer acercamiento al film de Wyler y/o los de Lean, producirán idéntica percepción de hallarnos ante contemplativos espectáculos realmente espectaculares (valga la redundancia) pero particulares en su manera de decir las cosas. Porque, como inquirirán algunos ¿para qué utilizar 165 minutos o más, en explicar algo, si en 100 puedes hacerlo igual? La de desierto que cruza Peter O’Toole y la de nieve que sufre Omar Sharif. Sin embargo, de igual modo que en esa última etapa de la filmografía del realizador británico, la voluntad formal de Horizontes de grandeza no transita sucinto camino. No se preocupa en lo que dice, sino en cómo lo dice. Para westerns concisos con ganaderos de por medio y que se habían alzado con nota, ya tenemos Lanza rota o La pradera sin ley


Por poco que nos detengamos en su argumento, veremos como un ex capitán de barco, James McKay, arriba al Oeste para casarse con Patricia, la hija de un poderoso terrateniente del lugar. Su presencia dará pie a una serie de situaciones en las que la burla se erige en el leif motiv dominante. Su condición de dandy del Este, será el detonante de diversos episodios que se saldarán con mayor o menor fortuna. Todo el mundo intentará reírse de McKay. Ya sean de la facción de la familia de su prometida, los Terrill, con Steve Leech su capataz a la cabeza o, la de los Hannassey, el otro ganadero que, en definitiva es el principal antagonista de la que ha de ser la familia política del marinero. Sin embargo nada parece perturbar a un impertérrito McKay, habituado a hacer las cosas a su modo.



En uno de los momentos decisivos de la película, Leech y McKay llegan a los puños. Decisivo porque su puesta en escena no tiene nada que ver con los clímax de este tipo habituales del género ya que, en la mayoría de tomas vemos a dos figuras en la lejanía, en la inmensidad de la (a dos luces) profundidad de campo peleándose, sin capacidad por nuestra parte de identificar a uno u otro, si no es por la intercesión de algunos planos más cercanos. Hacia el final, un Leech exhausto y vapuleado en el suelo le dice a McKay “he de reconocer que tarda un infierno de tiempo en despedirse” a lo que el otro, en idénticas condiciones físicas le responde con un escueto “por mi parte lo doy por terminado”. Pero lo importante del momento viene en esa pregunta que a continuación, le lanzará el dandy al hombre del Oeste. Una réplica que marca perfectamente el tono de su personaje (alter ego de Wyler)  y…de la película. “y ahora dígame ¿qué hemos demostrado?


En 1958 el ecléctico William Wyler, un año antes de entrar en el Olimpo Hollywodense popular merced a las once estatuillas que había de recolectar Ben-Hur, no pretendía demostrar nada en el western. Sabía que su escritura cinematográfica (aunque en el inicio –silente- de su carrera estuviese muy vinculada al género con unas 20 producciones), no pasaban por ahí. Antes de esta, un par de incursiones atípicas como El forastero (1940) y/o La gran prueba (1956), certificaban su paso por el género, de ahí que Horizontes de grandeza, como mosaico moral profundo y complejo amén de retrato íntimo de un grupo de personajes, sea deudora de su particular quehacer cinematográfico, basado en planos prolongados con gran profundidad de campo y de esos silencios que disfruta el (Melo) drama. Cuando el film arranca mediante ese excelente travelling del galopar de los caballos de una diligencia acompañada de los títulos de crédito y de la cautivadora y vital banda sonora de Jerome Moross, el espectador empieza a darse cuenta que se encuentra ante una película con identidad propia. Una identidad que ha de bascular a partes iguales entre la mítica y la Historia (con mayúsculas) inserida en un universo tradicional y pleno de interminables llanuras de tierra. Aunque McKay le vacile en una fiesta a uno de los invitados que le ha preguntado “¿ha visto alguna vez algo tan grande como esta tierra?” con ese “un par de Océanos”, nosotros sabemos que él está igualmente subyugado por el entorno. A la mañana siguiente de arribar a la casa de Terrill (con una majestuosa escenografía de la que Lawrence Kasdan debía tomar nota para su interesante Silverado), la cámara lo acompaña desde atrás, para que tanto él como el espectador nos apercibamos del entorno. Wyler, amo y señor del control creativo de la película, marca el tempo perfectamente, pretende imbuirse del contexto, pero filtrarlo a través de los ojos de McKay, su protagonista, el cual a pesar de no navegar en su medio real (aunque eche mano de sus recursos profesionales en su excursión por la inmensa llanura), hace las cosas no cuando los demás esperan que las lleve a cabo sino cuando él considera que debe hacerlas (como muestra: la sensacional escena, su ritmo interno en relación al resto del film, de la doma de Trueno) aunque ello le comporte que parezca un cobarde.



Horizontes de grandeza es un film soberbio. Como soberbios están todos sus principales intérpretes masculinos. Un sobresaliente Gregory Peck como McKay, empezaba a apuntar los rasgos de su letrado de Matar a un ruiseñor. Charlton Heston como Leech, ofrece un rol perfecto, sin dobles caras y cincelado a golpes de naturaleza. Y los dos patriarcas, Burl Ives (Hannassey) y Charles Bickford (Major Terrill) rezuman, cada uno en su lugar, las prestaciones y alternancias necesarias para conferir el primario drama de fondo que el film necesita: “si hay algo que admiro más que un amigo entregado, es un enemigo dedicado”.
Pero… ¿y las mujeres?


Sin ambas, Carroll Baker (Patricia Terrill) y Jean Simmons (Julie), la película no alcanzaría ni de lejos la pulsión emocional que la convierte en magistral y con esa voluntad diferencial. Los dos caracteres femeninos, perfectamente diseñados, son el eje sobre el que ha de pivotar la película. Es cierto que habiendo tierras y ganaderos, existe la excusa argumental del agua, pero es la intercesión de las dos mujeres la que articula todos (si, todos) los resortes dramáticos. Y con la aparición de ellas, aparece el –referido- melodrama encubierto, que anida en el ínterin de este particular e inusual western.



A nivel personal me fascina toda la escena montada en torno al secuestro de Julie por parte de los Hannassey. Es una secuencia montada con el ritmo necesario para que rezume desenlace, en el que la extraordinaria banda sonora, una vez más y como si de una ópera se tratase, va marcando los tiempos que han de desarrollarse en el Cañón Blanco. Con la épica e irracional incursión del Major Terrill en el cañón; en su génesis sólo en primer término y después acompañado de sus hombres que aparecen por fondo del encuadre en su cabalgada hacia el infierno, deudora de todos los inputs –a la que le perdono los subrayados tramposos y/o emocionales- del género y a renglón seguido, la guinda del pastel de un western según Wyler, la que concentra más tensión y/o ternura; las miradas que se establecen entre McKay y Julie ante los Hannassey (padre e hijo) en el porche de la casa de estos, donde recluyen a la chica. Donde el patriarca se apercibe de una vez por todas de la razón de la presencia del hombre del Este en su casa y así se lo alerta a su hijo “y bien Buck, estás ciego?”. En definitiva del sentimiento que existe entre McKay y Julie. Por esas miradas, por esos silencios, por ese rostro de Jean Simmons transmitiendo el mismo amor, que había de embargarnos a posteriori en su rol de Lavinia de Espartaco. 


En ese instante, embarcado en los ojos de Jean Simmons, también yo definitivamente me enamoré de The big country.




martes, 11 de abril de 2017

LOS CUATRO HIJOS DE KATIE ELDER

(The sons of Katie Elder - 1965).
Direcctor: Henry Hathaway.

Guion: William H. Wright, Allan Weiss y Harry Essex. 
Intérpretes:
- John Wayne: John Elder
- Dean Martin: Tom Elder
- Martha Hyer: Mary Gordon
- Michael Anderson Jr.: Bud Elder
- Earl Holliman: Matt Elder
- Jeremy Slate: Ben Latta
- James Gregory: Morgan Hastings
- Paul Fix: Sheriff Billy Wilson
- George Kennedy: Curley
- Dennis Hopper: Dave Hastings

Música: Elmer Bernstein.
Productora: Paramount Pictures. Hal Wallis Production (USA).
 

Por Jesús Cendón. NOTA: 8

“Siempre es difícil criar a un hijo, decía, pero si hay que luchar con Texas una madre está perdida” (Mary Gordon hablando de Katie a sus cuatro hijos).

El antiguo proyecto de John Sturges que debía haber interpretado Alan Ladd, se convirtió en un western enérgico, vitalista y dinámico gracias al trabajo de tres entusiastas veteranos Hal B. Wallis, Henry Hathaway y John Wayne que contaban con 67, 66 y 58 años respectivamente cuando se rodó, y terminó concibiéndose como un claro homenaje al último tras haber superado una delicada operación (se le había diagnosticado cáncer en un pulmón que le fue extirpado), por lo que al parecer hizo un esfuerzo tremendo para ponerse a las órdenes de Hathaway en el plazo estipulado. De ahí su magnífica presentación, tan inmutable y majestuoso como las rocas sobre las que se encuentra su personaje.



ARGUMENTO: Tras diez años los cuatros hijos de Katie se reúnen en su entierro en el pueblo de Clearwater. Pronto descubrirán que su familia perdió el rancho en circunstancias oscuras y que su padre fue asesinado; por lo que decidirán averiguar la verdad.



Si al primer wéstern de Hathaway comentado en este blog (“El jardín del diablo”) lo calificábamos de atípico tanto por el marco geográfico en el que se desarrollaba como por tratarse de una película mezcla de géneros, de “Los cuatro hijos de Katie Elder” podemos afirmar que es un western canónico, un western a la antigua usanza en el que tanto los temas desarrollados, los personajes (claramente diferenciados entre positivos y negativos), el tono vital y el espacio físico, un pueblo de Texas, corresponden al wéstern clásico, en un momento en que comenzaban a aflorar las tendencias revisionistas e, incluso, desmitificadoras.



Se trata de una película que aborda como tema principal el peso de la ausencia. Porque sí, la verdadera protagonista a pesar de no aparecer en pantalla es Katie Elder, sutilmente simbolizada en sus vestidos, su Biblia y la mecedora que en su día le regaló su marido y a la que parece dar vida en un par de secuencia John, su hijo mayor. Pero además es su espíritu el que guiará la conducta de sus cuatro hijos. Así, John irá modificando su carácter hasta llegar a afirmar que actuarán como le hubiera gustado a su madre porque: “Esta vez Katie gana”. Y efectivamente Katie ganará su última batalla después de muerta ya que a través de sus hijos vengará el asesinato de su marido y, además, conseguirá que el menor, como era su deseo, curse estudios superiores y sus cuatro hijos recuperen la hermandad y compañerismo perdidos tras diez años sin verse. De ahí que en los aproximadamente setenta primeros minutos del filme cobren gran importancia las escenas de corte humorístico entre los hermanos, en las que destacan tanto los estupendos gags verbales como el relativo a la palabra “trespar” o en el que abordan el tipo de monumento que le construirán a Katie, como visuales con la típica pelea que tiene lugar en su rancho. De esta forma, y una vez unidos, estarán en disposición de enfrentarse a los ultrajes sufridos por su familia y hacer justicia; redimiéndose, además, de un pasado nada ejemplar, ya que John es un famoso pistolero, Tom un vulgar fullero y Matt un egoísta hombre de negocios que en ese tiempo sólo visitó una vez a sus padres para pedirles dinero.



Si la primera parte se caracteriza por su desbordante optimismo, a pesar de algún momento en el que la nostalgia inunda la pantalla, en los últimos cuarenta y cinco minutos, coincidiendo con la desaparición de algún personaje, la película adquiere un tono más dramático. Este tramo, en el que predominan las escenas de acción brillantemente resueltas por Hathaway, le permite al director reflexionar sobre el paso del tiempo y los cambios que inexorablemente conlleva. Así, nos muestra un Oeste en el que por fin ha llegado la civilización pero al mismo tiempo víctima de especuladores sin escrúpulos, representantes del capitalismo más salvaje, que se irán adueñando no sólo de los territorios sino también de la voluntad de los ciudadanos a los que manipularán a su antojo. Un tiempo nuevo en el que gente honrada como Katie Elder no tiene cabida.



Igualmente abordará, a través de la larga secuencia de la cárcel, la diferencia entre legalidad y justicia, con unos Elder a merced de sus conciudadanos que, incitados por Hatings, se convertirán en una jauría ávida de sangre dispuesta a lincharlos. Además, con el personaje del joven ayudante del sheriff parece subrayar la fragilidad del sistema recientemente creado al presentárnoslo como un individuo que se arroga la labor de juzgar, mostrándose tan recto como impulsivo y poco inteligente. De nuevo aparece planteada la dualidad entre tradición y modernidad ya que, en contraposición, el sheriff, de mayor edad, se muestra más reflexivo, racional y cercano al espíritu de los primeros colonos.



La película cuenta, como toda producción del legendario Hal B. Wallis, con una factura impecable, obra de colaboradores de la talla de Lucien Ballard a cargo de la fotografía, Hal Pereira, con nada menos que veintitrés nominaciones a los Oscars, encargado de la dirección artística y Elmer Bernstein quien compuso una sobresaliente y muy adecuada banda sonora, con un tema principal de corte épico que recuerda al de su más famosa aportación al western, “Los siete magníficos” (John Sturges, 1959).



El filme se redondea con un extraordinario reparto al frente del cual se encuentra el mentado John Wayne, muy cómodo en el papel del hijo mayor y líder del grupo. Junto a él Dean Martin en el rol de Tom. Ambos volvían a trabajar juntos tras “Río Bravo” (Howard Hawks, 1959) y de nuevo demostraron que se entendían muy bien. Además podemos disfrutar de grandes secundarios como George Kennedy en el papel del lóbrego pistolero contratado por Hatings o un joven Dennis Hopper, condenado al ostracismo siete años antes por una fuerte discusión con Hathaway, y recuperado para el cine gracias a la mediación de Wayne, gran amigo de la suegra del primero.



Un último plano. Una mecedora balanceándose. El espíritu de Katie. El espíritu del wéstern genuino. “Los cuatro hijos de Katie Elder”.